En los últimas semanas y al calor de la contienda electoral que estamos viviendo, he oído, visto y leído una ingente cantidad de aplausos y elogios para alguno de los candidatos a la presidencia de la república por su abandono decidido (así lo aseguran) del viejo “doctrinarismo sectario” (?¡) que lo caracterizaba, para pasarse a un inteligente pragmatismo que, ahora sí, lo acerca peligrosamente a la meta de conquistar el poder de la nación. Los elogios no solo impresionan por su cantidad, sino también por su carácter escogido, alambicado, como debe ser tratándose de un asunto de la trascendencia del que hablamos.
Siempre según quienes aprueban entusiastamente la transformación del candidato en cuestión, la antigua conducta de éste, caracterizada por su discurso directo y áspero al formular críticas precisas y severas al sistema político y económico del país; a la conducta personal y al desempeño profesional de los políticos al uso; al caracterizar la situación dolorosa de importantes sectores sociales como los campesinos, los obreros, los maestros, las clases medias bajas y muy bajas, los jóvenes, los discapacitados, los hombres y mujeres de la tercera edad, las minorías sexuales, religiosas y étnicas, etc.; y finalmente su compromiso abierto con dichos sectores e incluso la reiteración franca de su auto definición política, filosófica y moral, eran, más que un error, un pesado e innecesario lastre que lo tiraba hacia abajo, hacia el fracaso y la derrota de sus legítimas ambiciones políticas.
En cambio ahora, nos dicen, tenemos en frente a un hombre nuevo, a un político sensato y maduro que ha caído en la cuenta de que, de mantenerse en sus posiciones de antaño, está condenado irremediablemente a una nueva derrota; una derrota labrada por él mismo en vista de su falta de “flexibilidad” en el discurso y en el compromiso político, en vista del aislamiento que le generan su “sectarismo” y “doctrinarismo” a ultranza, que lo han llevado a rehuir el diálogo con personajes influyentes susceptibles de ser ganados para su causa. Ahora tenemos a un candidato “pragmático”, dispuesto a negociar y a llegar a acuerdos con todos, con las “fuerzas políticas decisivas” del país, y a sellar alianzas con quien sea, siempre y cuando gane un partidario más, conquiste a un enemigo y sume fuerza electoral a su candidatura. Por fin, pues, ha aprendido la lección: para triunfar hay que ser “pragmático” y aliarse incluso con el diablo si fuere necesario, si se quiere llegar a la meta. Ya habrá tiempo, después del triunfo, de recomponer la imagen y de explicar lo aparentemente inexplicable
Todo esto parece querer decir que dar un salto desde una posición filosófica y política coherente y definida (sea la que sea) hacia una búsqueda abierta y sin disfraces del poder, es pasar de la irresponsabilidad propia de la infancia y la adolescencia a la madurez política y personal; que es dar un gigantesco salto hacia adelante (o hacia arriba) y es colocarse en la cima insuperada e insuperable del pensamiento filosófico y político de la humanidad: el pragmatismo. Muy bien. Pero, ¿qué es el pragmatismo? Dicho en términos breves y entendibles, se trata de una corriente filosófica (hace tiempo desechada, por cierto) que, enfrentada a uno de los problemas torales de la filosofía de todos los tiempos, el problema de la verdad, de su esencia y del criterio seguro para demostrar que un juicio, un razonamiento, una hipótesis o un concepto cualquiera es verdadero, contesta: la prueba última de la verdad es el resultado inmediato que se obtiene de su aplicación práctica (de ahí el nombre de pragmatismo). Si, partiendo de lo que pienso sobre tal o cual problema particular, actúo en consecuencia y obtengo el resultado esperado, eso basta para asegurar que lo que yo pensaba era verdadero. Y esto, independientemente del contenido social, económico, político o moral del objetivo buscado; independientemente de su trascendencia o de los efectos de cualquier naturaleza que pueda causar; e independientemente, en fin, de los daños o beneficios que sobre su entorno, inmediato o remoto, humano o natural, pueda ocasionar la coronación exitosa del razonamiento pragmático.
Bien entendido, pues, el pragmatismo es la ausencia total de principios firmes, básicos, relativamente inamovibles del pensar humano; es también, por tanto, la ausencia radical de una concepción integral, coherente, orgánica y lógicamente estructurada del mundo, de la naturaleza, de la sociedad humana y de cualquier problema delimitado de mayor o menor complejidad conceptual. El pragmatismo no está anclado a nada fijo y perdurable (como no sea al éxito inmediato); no se compromete con ningún principio o meta de carácter permanente; con ninguna visión racionalmente pensada del futuro ni con ningún camino seguro para alcanzar dicha visión. Carece de base, de rumbo y de estrella polar que lo ubiquen y lo orienten en una situación compleja, que le adviertan de cualquier error, desviación o equivocación esencial que pueda cometerse en el actuar trascendental del hombre. De hecho, no existe para él tal actuar trascendental; todo se reduce al éxito práctico, inmediato y efímero.
Esto, ciertamente, da al pragmático una gran “flexibilidad”, una libertad absoluta para cambiar de ideas, de rumbo, de metas, de métodos y de aliados; nada lo ata, nada lo obliga, nada lo limita o “cincha”: puede ensayarlo todo y acomodarse a todo según lo exija su inmediatismo cortoplacista. Aciertan, por eso, quienes califican a los pragmáticos de oportunistas. En este calificativo creo entender que no hay visceralismo ni intención de herir u ofender, sino solo la necesidad intelectual de aplicar la palabra exacta a la conducta que se trata de caracterizar.
El pragmatismo filosófico es el padre histórico del viejo y controvertido filosofema que a muchos confunde (o sirve de taparrabo ideológico) todavía hoy: “El fin justifica los medios”. Y según los pragmáticos modernos, no solo los justifica, los purifica, los santifica y libra de toda culpa a quienes los emplean, así se trate de horrores como los campos de exterminio nazi. Y quien lo dude, que pregunte su opinión a los neofascistas contemporáneos que, por desgracia, no escasean. Pero la verdad es que si bien es cierto que fines y medios no son lo mismo, y que esto implica que puede haber (y de hecho hay) cierta independencia y cierta diferenciación entre ellos, estas nunca llegan a ser absolutas, como lo entiende cualquiera. Dependiendo de la centralidad o del carácter determinante del medio de que se trate, este influye (más o menos, pero siempre influye) en la naturaleza del resultado, e incluso puede llegar a cambiarla de modo decisivo. De aquí se sigue que elegir los medios adecuados a un fin no es un acto totalmente volitivo; quien elige, debe tener siempre presente la naturaleza de objetivo, pues en caso contrario, puede elegir medios capaces de distorsionar, e incluso de transformar radicalmente, el resultado buscado. Elegir los medios sin restricción, aliarse “hasta con el diablo” para alcanzar el paraíso, puede sonar ingenioso y hasta convincente, pero es un absurdo y es un imposible. Equivale, como dijo Lenin, a quemar la casa para calentarla.
En la contienda actual por la presidencia de la república, abandonar o poner en segundo o tercer lugar principios, metas y compromisos con las causas mayoritarias para hacer viable la alianza “con el diablo” y ganar la justa electoral, implica, quiérase o no, haber cambiado ya la manera de entender el objetivo inmediato que se persigue. Antes, cuando se ponían por delante los principios, programa y metas, quedaba muy claro que se peleaba el poder porque se le veía como una herramienta insustituible, como un medio poderoso (pero medio al fin) para poner en práctica ese programa y esas metas; hoy, al hacerlas a un lado, es la búsqueda del poder la que ocupa su lugar, es decir, hemos dejado de verlo como medio y lo hemos transformado en el fin mismo de la lucha electoral. Ya no es una simple palanca para cambiar lo caduco y podrido de este país por algo mejor; sino la finalidad última de la contienda. Tal vez se piensa, como afirman algunos, que con el poder en la mano se podrá retomar el proyecto abandonado. Pero ¿y los “medios” utilizados? ¿Los aliados recolectados en el camino, incluido el diablo mismo, lo van a permitir sin más? ¿Se conformarán dócilmente con haber sido utilizados y luego desechados como trebejos inservibles?
Permítaseme, por eso, expresar mi duda legítima y bienintencionada (aunque no se me crea) respecto a que sea un acierto haber abandonado el “doctrinarismo” por un “pragmatismo maduro”. Para mí es, por el contrario, un error; y un error mortal, porque implica enterrar el viejo proyecto de cambio, con todas las fallas y limitaciones que hubiera podido tener. Si el cálculo político demostró que la situación objetiva de la nación no está madura para alzarse con el triunfo llevando esa bandera en alto, habría que haber esperado a que madurara, aunque fuera otro quien culminara el proceso. No saber o no querer esperar la coyuntura favorable, puede significar afán desmedido de poder y puede empujar a la apostasía y al engaño, aunque sean involuntarios.