La cultura dominante es la de la clase dominante. Por eso la opinión pública, educada por aquella cultura, está llena de mitos y creencias que pasan por verdades irrefutables pero que, en verdad, no resisten el menor intento de análisis serio. A este tipo de «verdades», que bien pensadas son, en realidad, exactamente lo contrario de lo que aparentan, pertenecen creencias tales como la honradez inmaculada de los ricos, el paradigmático respeto de la policía a las leyes, la asepsia moral de los funcionarios públicos de alto nivel y, naturalmente, el carácter indiscutiblemente verdadero, cierto, de todo lo que dice la prensa.
En relación con esto último las cosas llegan a tal grado, la creencia ha penetrado tan profundo, que no son sólo los ciudadanos comunes y corrientes, poco educados y enterados del acontecer cotidiano, quienes la adoptan, la sostienen y actúan en consecuencia; son también profesionistas especializados, hombres de ciencia educados en el pensamiento crítico, quienes dan por bueno este principio y se apoyan en él para la realización de sus actividades. Escritores, abogados, los propios periodistas, investigadores de las distintas ramas de la ciencia y, sobre todo, historiadores, tienen en alto aprecio, casi como la fuente más primaria y segura de la verdad, la información periodística. Cuántos historiadores y biógrafos prestigiosos han reconstruido una vida o toda una época histórica (y han construido con ellas su propia fama de investigadores acuciosos y certeros) basándose fundamentalmente en el estudio y análisis del material periodístico de su época, dándolo, sin más, por objetivo, cierto e indiscutible.
Y no es así. A poco que se piense, resulta claro que, por el contrario, es difícil encontrar otro medio más sometido que la prensa, hablada o escrita, a los vaivenes y los intereses económicos, políticos e ideológicos de los grupos y fuerzas dominantes de su sociedad coetánea. Hoy sabemos que la inmensa mayoría, si no la totalidad, de los órganos periodísticos que permean a una sociedad, no son la creación de grupos filantrópicos, enamorados platónicos de la verdad pura y del derecho de los ciudadanos a ser informados, sino propiedad de grupos específicos de poder, que procrean tales órganos informativos con el muy pragmático propósito de difundir sus propios puntos de vista y salvaguardar sus intereses políticos y económicos.
Por tanto, no sólo las interpretaciones que dan de los hechos sino la selección de los hechos mismos que acogen en sus páginas, están determinadas por esos intereses y propósitos y están, por lo mismo, muy lejos de constituir una visión equilibrada, objetiva y total, de la realidad. De entre esos grupos de poder destaca, con mucho, como sabemos hoy también con toda seguridad, el propio gobierno que, como en México, llega a controlar más del 90% de los periódicos y noticiarios de radio y televisión que se difunden diariamente. Mucho de la visión que la prensa de un país da a los ciudadanos, pues, no es otra cosa que el punto de vista del gobierno en turno.
Esto es lo que ocurre pero no es lo que a los ciudadanos comunes nos gustaría que ocurriera.
La sociedad civil (como ahora se dice) necesita y desea disponer de verdaderos órganos de difusión de sus necesidades, inconformidades y puntos de vista, órganos que le garanticen un acceso seguro, expedito y barato, sin distorsiones interesadas ni condicionamientos vergonzosos o cuando menos molestos. El hombre de la calle, o sus órganos de representación legítima, claman porque la prensa nacional no distorsione la verdad ni discrimine los hechos en favor de los poderosos y los influyentes, porque sus problemas, necesidades y quejas, se tornen importantes para los señores directores de periódicos y para los señores reporteros y editorialistas influyentes y que logren, si no desplazar (no sería justo ni posible), sí cuando menos figurar al lado de las notas sobre bodas elegantes, premios a intelectuales saturados de propaganda y grandes fotos sobre multitudes apretujadas en torno a un peregrino ídolo de rock. En síntesis, el pueblo pide que se democratice efectivamente la prensa.
Como consecuencia de ello, estoy seguro que las demandas del periodismo nacional en torno a la dignificación, respeto y seguridad económica y física de la profesión, cuentan con el más amplio y profundo respaldo de la opinión pública nacional. Estoy seguro que aun quien no lee periódicos consuetudinariamente, apoya decididamente la idea de que el periodista debe alcanzar un estatus social que le permita vivir, con decoro y sin apremios, de su profesión, sin tener que vender la pluma o la conciencia para completar el gasto de la familia. Está de acuerdo en que, con el apoyo pleno de la sociedad en su conjunto en favor del periodista, deben acabarse las mordidas oficiales, los cobros extras por un «periodicazo», los contubernios bien pagados para mentir en favor de uno y en contra de otro.
Junto con esto, estoy seguro también que la opinión pública reclama del periodista que cambie radicalmente su actual punto de vista sobre su profesión; que deje de concebirla como una fuente de influencia y privilegios personales y que comience a entenderla como un recurso inmejorable para dar voz a quienes no la tienen y, en consecuencia, como poderosa herramienta para contribuir al saneamiento y erradicación de todas las injusticias, de todas las lacras sociales, de todas las mentiras que están ahogando al país.
Pide la opinión pública que la prensa deje ya de ser simple caja de resonancia, simple amplificador de las declaraciones, los intereses y los puntos de vista de los poderosos política y económicamente, o la patente de corso tras la que se esconden falsos prestigios revolucionarios para agredir, mentir y delinquir. Que el periodista honrado vaya más allá del boletín oficial, de la declaración del político o de la confidencia del amigo o de la «fuente», para acercarse a los hechos mismos, para investigarlos, comprobarlos, tocarlos con sus propias manos, y así comprometerse con su información, así poder responder de la veracidad y objetividad de los hechos que maneja e interpreta.
Si esto sucediera, creo sin exagerar que la propia historia, la del país y la del mundo, comenzarían a cambiar de forma y de contenido.