QUÍTATE LA MÁSCARA 2ª. DE 3 PARTES

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logo direccionesLuis Villegas Montes

Reniego de esa noción maniquea de la historia que está empeñada en ver a Villa como héroe o como villano, así a secas, sin el matiz necesario para entender al hombre en su tiempo y en su circunstancia. En tanto la homosexualidad de Abraham Lincoln es un tema que continúa abierto a debate en los Estados Unidos (y a nadie se le ha ocurrido censurar estos esfuerzos de investigación académica seria o cuestionar su licitud o su ética), plantearse en voz alta el tema de la homosexualidad de Emiliano Zapata es una especie de pecado civil (por decirlo de algún modo); sólo porque en el torcido imaginario de nuestra historia, los héroes deben ser «buenos, buenos»; y los «malos», «malos, malos». Absurdo.

 

Todavía recuerdo el placer de leer a Jorge Ibargüengoitia (prematura y dolorosamente muerto en un famoso accidente de aviación) en su narrativa de manufactura impecable -y lucidez implacable- sobre la realidad histórica de nuestro país, al amparo de una burla que, de fina, parecía no verse. Novelas como «Los pasos de López», «Maten al León» o «Los relámpagos de agosto», dan fe de mis palabras; y de la avidez con que emprendí la relectura de la historia mexicana sin olvidar las enseñanzas de mi abuela Esther, pero preguntándome a cada rato dónde empezaba la ficción y dónde terminaba la realidad.

 

Pero vayamos con Juárez. En la citada obra, «Juárez. El mito de la legalidad», su autora nos recuerda, inclemente, los yerros, equívocos y desatinos jurídicos, así como las debilidades morales, de los que el Benemérito fue protagonista.

 

Una de las primeras manifestaciones palmarias de su falta de respeto al orden constitucional, fue el intento del presidente Benito Juárez (que ya no lo abandonaría jamás) de fortalecer al Poder Ejecutivo en detrimento de los otros dos poderes. En 1860, el 6 de noviembre, desde Veracruz, expidió la convocatoria para las elecciones de presidente y Congreso de la Unión, a llevarse a cabo el 1er. domingo de enero del siguiente año; sin embargo, el 4 de diciembre, argumentando que tenía facultades extraordinarias, modificó el artículo 34 de la ley electoral del 12 de febrero de 1857, para permitir, entre otras cosas, que los miembros del clero pudieran ser electos diputados, pese a que existía una prohibición expresa en el artículo 56 de la Constitución en vigor (la de 1857): «Para ser diputado se requiere: (…) no pertenecer al estado eclesiástico».

 

No conforme, el 23 de febrero del mismo 1861, a través de un decreto firmado por el secretario de Relaciones Exteriores, Francisco Zarco, el presidente Juárez determinó las atribuciones que tendrían las secretarías de Estado; no habría habido problema alguno de no ser porque esta atribución correspondía de acuerdo al artículo 86 de la carta magna, al Congreso: «Para el despacho de los negocios del orden administrativo de la Federación, habrá el número de secretarios que establezca el Congreso por una ley, la que hará la distribución de los negocios que han de estar á (sic) cargo de cada secretaría».

 

A esto hay que agregar que si bien de acuerdo al artículo 85, fracción XIII, de la misma Constitución, era obligación del Ejecutivo: «Facilitar al Poder Judicial los auxilios que necesite para el ejercicio espedito (sic) de sus funciones»; eso no autorizaba al titular de dicho órgano a ordenar que la Secretaría de Justicia fuera la encargada de concederle fondos; no contento con eso, de la subordinación económica se pasó al control político; de hecho, en la sesión del Congreso del 26 de junio de 1861, el diputado Montes denunció: «La falta de independencia que hay en el Poder Judicial, mientras intervenga el Gobierno en su paga y en la destitución de sus funcionarios».

 

A pesar de que el Ejecutivo no tenía atribuciones para redactar las leyes orgánicas o reglamentarias de la Constitución (facultad formal y materialmente legislativa), el presidente Juárez, argumentando las facultades de que se hallaba «investido», decretó el 15 de abril de 1861 la Ley Reglamentaria del artículo 3 constitucional (en materia de educación). Y en este mismo sentido, otra atribución que de acuerdo a la Constitución pertenencia al Congreso y que fue constante y progresivamente asumida por el titular del Ejecutivo, fue la redacción de los códigos.

 

Con todo lo grave que se quieran ver, las anteriores no eran sino transgresiones a la letra y el espíritu de la Constitución de 1857; sin embargo, Juárez incurriría en vicios aún peores, cuyas secuelas (polvos de aquellos lodos) perduran hasta nuestros días.

 

Continuará…

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