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Por: Sergio Bustamante.
La memoria es un pasillo lleno de puertas. Cada una de ellas, una vez abierta, lleva a recuerdos que vagos o precisos no son más que instantáneas subjetivas de nuestra forma de ver la vida en ese determinado momento. Nuestras posturas, creencias, inocencia, aciertos o errores puestos en perspectiva frente a una realidad que, como nosotros, cambia constantemente.
En un juego de espejos precioso e íntimo, dos mujeres completamente diferentes cruzan miradas y se reconocen por un instante aunque su trinchera sea tan dispar como ellas. Por un lado está Sofía (Marina de Tavira) la madre en vías de divorcio que de repente es abordada, abusivamente y sin su permiso, por el compadre borracho. Detrás de una puerta, como testigo semi invisible, está Cleo (Yalitza Aparicio), la empleada doméstica que también ha sido abandonada por un hombre que incapaz de afrontar a su lado la responsabilidad del embarazo, desapareció sin rastro.
Esa breve conexión visual de Cleo y Sofía es la de dos mujeres solas en ciernes de un año que se antoja desafiante. Dos mujeres que, en ese segundo, se saben iguales; ella es yo.
El eje de sus historias, sin embargo, no es visibilizar la diferencia de clases (aunque haya algo de ello), ni tampoco provocar empatía o narrar paralelamente sus dramas personales (que también se da), sino una odisea audiovisual y temporal de un director que, consciente o inconscientemente, se ha proyectado en ese momento y muchos más que vendrán aunque no los haya vivido como adulto o los recuerde de forma diferente.
Para Alfonso Cuarón, Roma es ese pasillo de la memoria. Ese tiro fijo con el que inicia casi cada escena para después panear lenta y detalladamente a lo que hay alrededor, es el abrir de las diferentes puertas (el desarrollo de la escena) de sus recuerdos y las sorpresas y revelaciones que traen consigo.
Roma, anecdótica en su trama pero corpulenta en sus formas, es un proceso emocional de recrear cada palabra, rincón y evento en forma de registro cinematográfico. Una ensoñación cuya puesta en escena nace no desde la frialdad del oficio razonado, sino desde sus sentimientos.
Se nos cuenta la vida de Cleo como empleada de la ya famosa casona de la colonia Roma. La de Sofía como esposa de un matrimonio en crisis. Y la de unos niños que son eso, niños. Todo lo que en apariencia no pasa durante una hora es en realidad la película misma. Una película que no busca un tema, sino una recreación.
En ese montaje, de forma cronológica y en su estado más honesto y orgánico, Cuarón fue vertiendo una especie auto biografía infantil donde el protagonismo no va sobre él, sino sobre Cleo y Sofía observadas a través de una perspectiva que en su peculiaridad local resulta tremendamente universal. ¿Por qué?
Porque ahonda en las relaciones afectivas justo cuando la vida pareciera ponerse más fea. Pero para preparar ese terreno, un Cuarón tan improvisado como controlado, primero se toma el tiempo para el homenaje, para el retrato local y el énfasis en la cotidianidad que aquí lo es todo. Y hasta para las referencias.
Porque Roma abreva de los Fellini y los Bergman, pero también de los Fons y los Gavaldón. Por cada momento terrenal donde vemos a Cleo andar por la ciudad, a la familia riendo frente a la tv con Ensalada de Locos, o a los niños discutiendo, hay un episodio onírico que sirve como puente entre la bonanza anímica y la tragedia. Del patio limpio al patio minado de cacas de perro; del Ford Galaxy que el patriarca guarda con desesperante paciencia, al borrachazo de Sofía y sus despreocupadas medidas de seguridad y distancia; del brindis accidentado (y premonitorio) de fin de año, a la ausencia de la figura paterna y la fragilidad del ego masculino. Es claro el simbolismo del estado emocional, pero Alfonso no se queda en la forma.
Los engranes de Roma también esconden otro tipo de mensaje sobre el estado de la nación, un vago recordatorio de que esa transformación física se quedó ahí, en las apariencias, más no dejó detrás sus mañas, vestigios justo como los que recientemente aludía Museo (Ruizpalacios, 2018) y que aún son visibles aunque el poder en turno cambie de siglas. Para fortuna del espectador y el filme, ello es apenas uno de los tantos cimientos sobre los que se construye Roma.
Y es que, regresando a las formas, es imposible ignorar o caso no preponderar lo que evoca.
No es únicamente esa majestuosa fotografía en blanco y negro de profundidades casi irreales donde cualquier tiro puede ser una obra individual, sino también la escala en que lo hace, la dosificación de lo que muestra. Por contradictorio que suene, los emplazamientos y marcas que decidió Cuarón obedecen, aparte de una razón de espacio, a una intuición que viene desde el corazón y desde lo que atraviesan sus protagonistas. Los puso a prueba y se nota en cada escena y diálogo. En ese sentido todo lo que el espectador sienta se vuelve una libre asociación (de nuevo el aspecto local siendo universal) y no por ello es errónea, Roma funciona así, como ver un caleidoscopio mono cromático de paisajes que nos supondrían ajenos pero no lo son, pues es un cine puro que prioriza las emociones y deja para segundo plano el análisis. Y es un cine que al no tener color se apoya minuciosamente en ese otro elemento que lo empujaría a la modernidad: el sonido.
El espectacular trabajo de mezcla y edición de sonido también rememora y cuenta. Vibra.
¿Quién en esta ciudad de México no tiene, al menos un recuerdo, donde el fondo sea acompañado por el ruido de un avión? Cuarón lo emplea perfectamente como el adorno que abre y concluye su obra. Y si se gusta, igualmente como una metáfora.
¿Qué evoca la familiaridad de ese y otros sonidos ya casi extintos como el silbato de un afilador? Nostalgia aparte, ¿no es ese avión la modernidad vista desde lejos? Ya sea en el reflejo de un charco o planeando sobre una ciudad Neza abandonada a las eternas promesas de los políticos en turno. La modernidad que roza por encima mientras abajo nada cambia. Mientras Cleo, tras un tour de force de tragedias personales y salvar vidas, regresa a su rutina de atender a los niños, de subir escaleras e ir a su cuarto como si nada.
Cuarón no vivió ello, no entendía esa inexplicable y conmovedora abnegación de su Cleo (Libo), pero sí sintió el afecto. Fue abrazado con amor. Y con los años pudo regresar hacia dicho sentimiento en forma revelación. Dimensionarlo a su lado y recrearlo.
El pasado se piensa en presente. Eso es Roma.