La división como marca visual. El encuadre fragmentado como batuta narrativa. Resulta obvio pero también es un deleite. Esa es la primera pauta que exhibe un director de escuela Hitchcockniana como lo es M. Night Shyamalan, aunque su cine ha estado claramente inclinado hacia la vena fantástica de Spielberg.
El cuarto que encierra a tres adolescentes raptadas se caracteriza siempre por la confrontación de los puntos de vista. El de las víctimas y el del secuestrador.
Primero el de ellas. Dos camas: una para las dos chicas populares (y convencionales), quienes se abrazan y dan apoyo y fuerza; y otra para la rara, la que está fuera de lugar, la que nunca viste ni se comporta como dice el canon escolar. El encuadre fijo no hace más que reforzar esto con una pantalla perfectamente divida. Y cuando es hora de los diálogos, destaca el paneo, el discernimiento de esa chica rara siendo empujada a actuar, frente a “la unión es la fuerza” de sus compañeras, quienes ven en el contraataque una salida a su secuestro.
Segundo, el de él, su secuestrador. Un tipo parco y duro, sin nombre por el momento, que las ve fija y tranquilamente sentado justo enfrente. Sus deseos no son del todo claros, pero Shyamalan ha establecido ya de inmediato una jerarquía caracterizada por los puntos de vista subjetivos (otra referencia Hitchcockniana), en los cuales nosotros, la audiencia, somos la parte que atestigua el secuestro. Primero dentro de un auto, como víctimas, y más tarde, en el encierro, como autores.
Este montaje cuasi militar, sin embargo, cambia. Sucede que este secuestrador que se nos presentó al inicio, ahora viste como una refinada dama inglesa (segunda, esta sí ya directa, referencia a Alfred). Y más tarde pretenderá ser un niño, o un atisbado diseñador de modas. Y así hasta dejar en claro un fuerte trastorno de personalidad.
Shyamalan, para no permitir que el suspenso se desboque como en tantos thrillers más, sostiene la sobriedad narrativa de su primer acto, pero transforma el relato con base en las personalidades de este hombre. Si el tipo duro ha de ser ahora jovial y extrovertido, o un niño que se mueve mucho, el director también va soltando la cámara, cambia el ritmo, sube la música y trastoca la iluminación. Pero continuamente introduciéndonos en la dinámica claustrofóbica y en la piel de sus protagonistas. Para ello, (y para lo que vendrá) trabaja con sendos close-ups que aparte dan lucimiento a sus actores. Específicamente a Casey (Anya Taylor-Joy), la chica rara cuyos flash backs navegan entre el posible giro de tuerca y la vida interna de su personaje; y Kevin (James McAvoy), el secuestrador, quien con la apabullante interpretación multiregistro de McAvoy es el tour de force que carga a la película. Aquí es donde el conflicto comienza a asentarse y donde todo ese Hitchcock (que nunca se va del todo) abre paso al Spielberg, es decir al Shyamalan que conocimos como arquitecto fantástico debajo de una fachada de género.
Estamos pues ante un ejercicio cinematográfico complejo. Si lo mostrado hasta ahora es una película de juego de poder con tintes slasher o hasta de home invasion, Shyamalan conduce con tranquilidad el relato hacia el horror y hacia el eje temático que más éxito le ha dado: una oda a los raros. Al diferente. Y lo hace con el mismo espíritu relajado que encontró (o reencontró) en The Visit (2015) y hasta introduciendo comic reliefs como es Hedwig, la personalidad infantil del secuestrador, aunque aquí cambia las bondades técnicas del found footage por el rigor estilístico.
Es notorio que este director disfruta nuevamente hacer cine. Regresa la capacidad de reformular las historias (como cuando saca de cuadro a las chicas comunes y gradualmente otorga foco a una psiquiatra que comprende tanto el peligro como el potencial de una mente que encierra 23 personalidades perfectamente definidas) y de conducir al espectador a través del encuadre y del discurso. Split, en su totalidad, se ve como una cinta criminal, pero también de terror. Una que habla sobre la identidad y que encuentra en ese fondo el vehículo para transitar la ruta completa de un suspenso bien armado que acumula migajas que serán recogidas en forma de fantasía. El involuntario encuentro de dos almas con una niñez lastimada y cuyas opuestas forma de afrontar esos recuerdos han de tener un punto común sin que necesariamente signifique redención o identificación. No para los personajes, al menos. Uno decide por la introspección del dolor. Otro por exteriorizar y ser alguien más. Transformarse con vehemencia en otra persona. Y en ese resquicio es donde el filme ha de hallar su impacto y cenit narrativo.
Y lo mejor: revive glorias pasadas con un último guiño. Esa sub conclusión, que tanto se ha alabado como criticado, es discutible. Pero ante todo justificable, pues si hay un cineasta con las credenciales para una última manipulación, es Shyamalan. Y qué más satisfactorio que lo haga en su mejor forma.