SUSPIRIA

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Por: Sergio Bustamante.

Una pera rebanada. Un corazón con iniciales en la intersección de dos paredes. Un Berlín dividido. Una sociedad fragmentada. Una planta alta de arte y un sótano de oscuridad. Madre, hija; América, Europa ¿Qué este juego de espejos que propone Luca Guadagnino en una cinta donde un salón cuyas paredes son precisamente espejos resulta esencial para la trama?

Es, pareciera, una invitación a conocer (y reconocer) aquello que la cinta original de Dario Argento (Suspiria, 1977) sugería levemente más no ahondaba en ello. No por una cuestión de rechazo, sino porque tal vez el cine de ese tiempo estaba enfocado a una búsqueda artística donde aún había muchos subgéneros por explorar. El Giallo (que ni lo era rigurosamente) estaba en su apogeo y el arte cinematográfico en ese contexto se sublimaba a lo estético. Hoy, en pleno siglo XXI dominado por cinismo, ausencia de novedades y apegos digitales, Luca Guadagnino opta por diseccionar el mensaje y entregarlo vía un sólido reparto femenino y una paleta de colores otoñales aunque no por ella menos poderosa que su luminosa antecesora. Su Suspiria no es un remake tradicional como sí una muy personal y subversiva aproximación a una historia ya contada. La actualización de un punto de vista. Es presente para analizar culpas pasadas.

¿Y qué es aquello que Guadagnino nos pide reconocer? ¿Cuál es ese enfoque que él cree necesitaba esta historia de brujas en los tiempos que corren?

Primero que nada, el enfoque equivocado, representado aquí por un psiquiatra (Dr Joseph Klemperer) que desde su esquina de raciocinio científico observa y escucha los tormentos de una chica que, en la libreta de anotaciones de este doctor, se traducen a simples alucinaciones. Es natural dicho desdén no sólo porque su profesión es desmentir los laberintos mentales, sino porque el psicoanálisis ha privilegiado el punto de vista masculino desde sus orígenes, léase Freud.

Y en segundo término (no de jerarquía) está el punto de vista de Susie Bannion (Dakota Johnson) la inocente chica pueblerina del midwest estadounidense que llega a Berlín a hacer una carrera de bailarina.

Nuevamente los paralelismos, el de una mujer en proceso de crecimiento y el de un hombre viejo también enfrentado a creencias que le son ajenas y que, irá descubriendo, no son del todo disparatadas. Esta subtrama, sin embargo, es la periferia de lo realmente importante, de lo que sucede dentro de la Academia de Danza de Helena Markos, que es el escenario insigne de la cinta.

Guadagnino siembra ese lugar de escepticismo. Quiere que dudemos. Y he ahí una de sus claves: no es un desvío narrativo ni tratar de ocultar su tema de brujería o mucho menos sus giros, sino demostrar que hemos estado viendo un solo lado de la historia. El más ordinario, quizás. ¿El incorrecto? Eso ya lo diremos nosotros. Si la primera Suspiria era todo misterios y asesinatos sin que se ahondara en el arco de sus protagonistas, esta también lo será, pero ahora el desarrollo de sus mujeres, los porqués y las dudas no abordadas por Argento, serán el foco de la trama.

La historia de Susie ya no es la de una bailarina que destapa el macabro aquelarre que controla la academia de danza, sino la de una chica que en su proceso de aprendizaje comienza a experimentar sensaciones y pensamientos que le son nuevos.

La figura de Helena Markos está a la sombra y ahora es la inquietante Madame Blanc (Tilda Swinton siendo la diosa que es) quien mueve los hilos narrativos.

Blanc, sin embargo, no es la representación absoluta de maldad. La atracción que siente hacia el talento de Susie tiene también un instinto maternal que no va con los planes del ente diabólico que crea tensiones y pugnas de poder entre el resto de las maestras. Blanc es también los sueños de Susie, la vía por la cual va conociendo una liberación que no puede ser total porque tiene sabor a pecado. Pecado al menos desde la perspectiva conservadora y rural de la chica. ¿Es Blanc la nueva Madre Suspiriorum? ¿Estamos acaso ante un coming of age disfrazado?

Guadagnino y David Kajganich (guionista) ciertamente insertan dicho elemento, pero ojo, Suspiria también prioriza la atmósfera y no abandona su halo de cine de terror. Aquí es donde la cámara de Sayombhu Mukdeeprom comienza a desajustar la normalidad de formas (y ángulos) asombrosas. Es ahí también donde una cinta que saluda directamente a Fassbinder puede hacerlo con la mismísima Alucarda (López Moctezuma, 1977).

Esto sumado a la insistencia de darle a luz al conflicto terrorista que azota la ciudad puede parecer demasiado pero crea una metáfora adecuada. Guadagnino logra hilar sus inquietudes porque jamás se olvida de su tema ni de su lectura crítica. De la importancia de extrapolar la realidad con lo que, se supone, son cuentos o mitos.

Suspiria se cuenta, se escucha y se ve como una buena película de terror. Visualmente impacta, pero de forma por demás interesante resuena por lo que cuestiona.

¿Cómo sana un país sus heridas post guerra? Con al arte. ¿Cómo es que Susie asimila poco a poco ese sentimiento de culpa que no puede explicar? Con la danza.

La Suspiria de Guadaganino tiene ahí su cuota siniestra y también su ruptura. Los demonios que proponía Argento (y que reforzaba con susurros el gran soundtrack de Goblin) han sido apropiados por una cuestión tan primigenia como el baile.

El baile como liberación y como invocación. Como comprensión de uno mismo, como control y manifiesto de individualidad. Coreografías donde las mujeres lo son todo ya sea como tutoras o ejecutando. Coreografías que van de lo sublime al delirio absoluto. ¿No acaso las Brujas, antes que representaciones fantasiosas, estaban asociadas a la danza?

Vemos pues que el horror (siempre presente) de los hechizos ha dado paso una historia que prepondera otro tipo de magia. Una magia que tal vez nosotros vemos como tal pero que en los ojos  de este aquelarre funciona como extensión de las cuasi infinitas posibilidades del cuerpo femenino. Una magia que con el tiempo fue condenada y mal vista.

El discurso que propone Guadagnino va hasta los orígenes de la brujería, viaja al presente y abreva desde las complejidades de la maternidad hasta la escuela setentera del horror. En esa mezcla y hasta presunción de autor tiene éxito porque visualmente es perfecta y porque propone una reflexión sobre cómo las culpas pasadas siempre podrán desarticular el futuro.

Ahí, en esa fisura, Suspiria ofrece su propia tesis. “Necesitamos la culpa y la vergüenza, pero no la tuya”.

No es casualidad que el doctor Kemplerer y único personaje masculino importante, esté interpretado por una mujer. No se le puede pedir más claridad al mensaje de Guadagnino.

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