Por: Sergio Bustamante.
“Creo que la masculinidad ha pasado de ser una evolución de la praxis cultural a convertirse en una enfermedad”
-Joe Talbot sobre Samaritans.
No sólo Joy as an Act of Resistance de la banda IDLES fue el mejor disco del 2018 (al menos en opinión de quien esto escribe) sino que uno de sus mejores singles, Samaritans, fue de lo más refrescante, así en general, de dicho año.
En tres minutos y medio Joe Talbot cantaba e ironizaba sobre todo aquello que la fallida campaña de Gillette intentó visibilizar, ya fuera la masculinidad forzada, las malas prácticas, machismos heredados, etc.
Éste 2019 el discurso, afortunadamente, retoma vigencia ahora en forma de cine con la estupenda The Art of Self-Defense, segundo largometraje del director Riley Stearns.
Situada adecuadamente en un pueblo sin nombre pero con toda la identidad de esa América medio rural y medio reaccionaria-retrógrada, The Art of Self-Defense nos presenta al tímido personaje de Casey (Jesse Eisenberg en tono perfecto), un contador que vive deprimido su rutina trabajo-casa y que una noche cuando sale a comprar comida para su perro, es asaltado y golpeado por una banda de ladrones.
Durante su incapacidad laboral provocada por las lesiones del asalto, Casey entra por curiosidad a una clase de karate y termina inscribiéndose gracias a lo convincente que resulta ser el maestro sensei (Alessandro Nivola), pero también porque en ese dojo experimenta una cierta seguridad que ni de broma siente en su oficina u otros lugares.
Siendo el mismo Stearns un destacado estudiante y competidor de Jiu-jitsu, la película establece muy bien los preceptos de fortaleza mental y paz que emulan las artes marciales como una disciplina que, contradictoriamente, no es para pelear sino para tener buena actitud ante la adversidad y, en última instancia, defenderse.
El arte de la defensa al que hace alusión el título es ese que Casey aprende durante sus primeras semanas y que le da una nueva personalidad frente a los bullys de su trabajo o algún otro abusivo en el supermercado, aunque en realidad por dentro siga siendo un hombre inseguro de sus palabras o decisiones.
Cuando el sensei nota que Casey, más allá de ir avanzando en sus habilidades físicas, no ha evolucionado nada en el aspecto psicológico, es que lo invita a tomar una exclusiva clase nocturna y ahí es donde la historia adquiere en tono macabro.
Sucede que esta escuela, como es de esperarse en la tradición del Karate Kid (John Avildsen, 1984) y similares, tiene una agenda escondida y Stearns vierte en ese giro poco a poco todo su discurso y aspecto más interesante.
Tal como Kreese retaba a Daniel San en el terreno de la fuerza bruta en contra de los preceptos que le enseñaba Miyagi, el sensei fuerza que Casey abandone todo rastro de su identidad, léase un tierno perrito salchicha, música adult oriented, amabilidad exagerada, estudiar francés, etc.; a favor de escuchar death metal, un perro de raza grande, aprender alemán y en general una serie de cosas que, se supone, son más “masculinas”. Es decir, la enseñanza y verdadera asimilación de éste karate pasa primero que nada por una rigurosa virilidad, o al menos lo que se da a entender que es.
Con un humor negro que va en crescendo, la historia de Stearns transforma a Casey en un instrumento violento que señala mordazmente todo ese clima tóxico de clichés asociados a la masculinidad. Y aunque el filme está ambientado en los noventa (con buena justificación), el mensaje es muchísimo más relevante en éste época.
Lo que Stearns propone es, por supuesto, la fantasía de vencer nuestros miedos o, como dice el protagonista, convertirnos en aquello que nos intimida. Las preguntas, sin embargo, calan: ¿a qué precio y cómo afecta ello a los que nos rodean? Qué ejemplo damos. Aunque la cinta responde con una carga de humor sangriento que es casi paródico, no es difícil trasladarlo al plano social y al contexto de cada quien.
Nos comportamos de acuerdo a nuestro género, propone Stearns, y para ello bien tiene a Anna (la siempre cumplidora Imogen Poots) como contrabalanza de ese mal condicionamiento. La naturaleza competitiva del hombre es la misma sin importar lugar, raza, creencias, etc., y el premio es ese concepto universalmente venerado llamado macho alfa.
The Art of Self-Defense lo expone lentamente, lo critica con simbolismos realmente magníficos y lo satiriza hasta convertirlo en la broma gastada que realmente es. Por supuesto la cinta no se pone seria y pisa los terrenos del cine de género sin abandonar su naturaleza macabra ni en el funesto tercer acto. Pero cuela por ahí un comentario generacional: enseñar y cambiar las cosas a través del ejemplo. Qué buen éxito se apuntó Stearns.
Esta va a ser de culto en unos años.