Sueños y paternidad. Dos ejes temáticos que han dominado la obra de Steven Spielberg y que comparte ampliamente con el autor Roald Dahl y su fijación por la orfandad y la ilusión. ¿Por qué el Rey Midas se había tardado tanto en adaptar al cine a Dahl? Sin buscar una respuesta, se agradece que el encargo haya recaído en Melissa Mathison, guionista de su clásico E.T. (1982), ya que en este filme puso un énfasis especial y renovado en aquellos aspectos de fantasía en los que Spielberg bien se ha servido.
Renovado en el sentido de que al ser esta una cinta animada casi en su totalidad, la progresión rúbrica del realizador fantástico por excelencia de Hollywood es diferente. Tal vez más espontánea o ligera, lo cual es un acierto, pero no por ello menos sólida.
The Big Friendly Giant, o el BFG, nos presenta primero a Sophie (sorprendente debut cinematográfico de Ruby Barnhill), una niña que vive en un orfanato pasando sus días y noches sin mucho que hacer más que imaginar y leer. En una de esas madrugadas de curiosidad, Sophie vaga por los pasillos a las tres AM (la hora de las Brujas, según ella y la indudable pluma de Rahl) y ve por la ventana la figura de un gigante. Antes de que pueda dudar si lo que presenció es real o no, el gigante la rapta de su cuarto y cual figurita de porcelana la esconde y se la lleva a paso veloz hasta la llamada “Tierra de Gigantes”, de donde ahora Sophie no podrá escapar, pues este gigantón cree que si la deja ir, pondría en peligro el mito al divulgar su existencia, porque vamos, es lo que cualquiera haríamos a esa edad aunque nadie nos crea. Y he ahí el aspecto de imaginación desbordada al que este filme apela, pero antes, por supuesto, establece sus “spielbergnianas” relaciones.
Lo que podría parecer un rapto o cuento agridulce a la Hansel y Gretel, Spielberg rápidamente lo deshace a favor de desarrollar una amistad entre dos personajes con afinidades que sus exteriores no denotan. Este Gigante amigable no quiere maltratar ni comerse a la niña como el resto de los (estos sí) verdaderos y salvajes (aunque también pueriles) Gigantes que merodean este país del Nunca Jamás remasterizado y deshabitado, sino tenerla como huésped (póliza de garantía) en lugar de que huya. Y esta niña que de tan solitaria trabajó su imaginación y madurez a un grado singular, no teme ni desea escapar, sino conocer a su captor y entablar una conversación. Una amistad. Tenemos pues aquí a Dahl mostrándonos a dos huérfanos (el gigante no recuerda cuál es su origen, el principio de los tiempos tal vez) que se encuentran fortuitamente para ser amigos. Y a un cineasta moldeando esa materia como pocos o casi nadie lo sabe hacer.
Y es que la disfrazada complejidad de esta cinta radica precisamente en presentar su irrealidad como una fábula digerible y creíble. Para ello se vale de la visión y curiosidad de una niña que hace ahí la de guía. Que pregunta lo que nosotros, adultos y niños, preguntaríamos, y que requiere lo que seguramente pediríamos. Tomar un baño, por ejemplo.
Pero también emplea con frescura elementos como el trabajo de su infalible y eterno colaborador John Williams, quien se baja considerablemente del tono dramático para musicalizar casi imperceptible aunque perfectamente −pues pareciera que compuso un fondo juguetón de acompañamiento− el andar de esta pareja por un mundo que el cineasta propone bidimensionalmente. Primero como un CGI y motion capture en el que Mark Rylance se luce como el buen amigo gigante haciendo hasta del lenguaje un personaje más. Mismo caso para la fotografía de un Janusz Kaminski irreconocible.
Y segundo en un plano real en el que la niña y el gigante conviven con los humanos representados de qué mejor y aburrida manera que por la realeza británica y sus recatadas formas. La constitución de esos dos universos, la fantasía de la tierra de ensueño del gigante y un palacio real de costumbres inalterables, pareciera ser un punto de ruptura narrativa, pero Spielberg se luce uniéndolos en una infantil e irreverente secuencia en la que hasta la Reina se permite una flatulencia pública. ¿Por qué?
Porque esta es la historia de un Gigante bonachón que atrapa sueños y una niña que se perdió sin que nadie la busque y no parezca tener la necesidad de alimentarse; no puede permitirse seriedades del mundo real y adulto. Y ese es el aspecto del guión de Mathison que Spielberg reditúa con maestría única. Hacer que el adulto que expresa “en esta película no pasa nada” vea que en realidad está sucediendo todo. Sorprenderse ante lo descabellado y la fuerza visual de una fábula. De lo que se creía olvidado.
Y ya de paso reconfirmar esa condición universal del cine que hace Spielberg. Magia, pues.