Por: Sergio Bustamante.
Pocos directores, si no es que ninguno, tan marmitan como Quentin Tarantino. Amado y odiado por igual, a lo largo de ocho largometrajes Tarantino ha labrado una filmografía que no admite medias tintas en su apreciación. Lo curioso del caso es que llegó a dicho estatus casi de forma involuntaria, pues como el cineasta empírico que es, sus primeras cintas eran un homenaje honesto que únicamente aspiraba contar historias frescas.
Aquel cine era crudo, narrado con vigor, y contradictoriamente hasta resultó inédito, pues en recrear las mayores influencias que le dejó trabajar en el videoclub Video Archives (su escuela según él), Tarantino se topó con un sello que hoy lo tiene en el Olimpo cinematográfico y le ha hecho acreedor a premios mayores como el Oscar y la Palma de Oro.
Sin embargo, consciente de ello y del éxito, empujó su firma, ahora sí con toda alevosía, hacia un homage-o-rama cuya principal y chocante característica ha sido el narcicismo, la condescendencia narrativa, el exceso (en todos los aspectos) y provocaciones por demás gratuitas.
Tarantino viene polemizando con esa mezcla desde Kill Bill (2003), y tocó el cenit de ello con la fallida Django Unchained (2012), una historia de venganza fácil que aparte de todo recicló burdamente aspectos de Inglourious Basterds (2009).
Esto nos trae a The Hateful Eight, su coincidentemente (aunque con Tarantino no hay tal) octavo filme.
Bajo el razonamiento anterior pudiera esperarse que la cinta fuera un poco más de lo mismo y hasta llevada a un nuevo grado de altisonancia, pues sus casi tres horas de duración ofrecían la excusa ideal para que Tarantino continuara su manipulador entretenimiento.
Sin embargo, sorpresa, el exceso sí funciona. Todavía más: increíblemente ha desilusionado a buena parte de su legión de fanáticos, particularmente a la facción que llegó a partir de Kill Bill.
Aunque claro, tampoco es indicio de un Tarantino que regresó a sus orígenes. Lejos está The Hateful Eight de igualar la claustrofóbica tensión y el humor negro de Reservoir Dogs (1992), pero resiste la comparación y principalmente expone a un director sin concesiones fílmicas.
Cierto es que este renovado espíritu indómito es fortuito, pues cuando el primer draft del guión se filtró en la red, el director hizo un berrinche, se deprimió y hasta amenazó con demandar y no volver a dirigir.
Al final, con los respectivos cambios al borrador y el reparto impulsándole tras quedar maravillados en las lecturas de ensayo, la película se hizo. Sin embargo, el irritado Tarantino no se conformó con quitar y poner o renombrar, pues la cinta posee un sutil sentido reformista a nivel autor.
Y no porque The Hateful Eight sea “diferente”, sino porque no se disparata referenciando y abarcando incontables géneros, y en cambio acata con integridad su condición de western y su, otra muy agradable sorpresa, raíz en el horror.
En el año de 1982, John Carpenter estrenó una de las películas seminales del cine de terror: The Thing. La historia es sobre un grupo de investigadores en la Antártida que, tras entrar en contacto con un componente alienígena que imita todo lo que toca, deben permanecer encerrados en una base desconfiando de quién está infectado y quién no.
En The Hateful Eight tenemos ochos extraños que también gracias a una tormenta invernal, deben permanecer encerrados en una cabaña. Como es de esperarse, uno de ellos esconde un secreto y por lo tanto nadie confía en nadie.
¿Es entonces The Hateful Eight un homenaje a The Thing? Si tomamos en cuenta que comparten protagonista (Kurt Russell) y que usa partituras que fueron desechadas para aquella cinta, se diría que sí.
Tarantino convenció al legendario Ennio Morricone para que musicalizara el score, y éste no sólo accedió, sino que lo privilegió desempolvando melodías que no quedaron en el corte final de The Thing.
Fácil hubiera sido a partir de aquí ser el cineasta del copy/rework/paste que todos conocemos, pero Tarantino opta por una construcción pulcra (narrativa y visualmente) que saluda directamente a los clásicos de John Ford y Howard Hawks sin dejar de hacer un guiño, particularmente en su última hora, a los tres Sergios (Corbucci, Leone y Sollima).
Es decir, tenemos aquí un Western con todo el rigor. Cierto es que básicamente todo el cine de Tarantino está estructurado como un gran Western; de la banda que asalta una diligencia y discuten entre si por el liderazgo y botín (Reservoir Dogs), pasando por el antihéroe que busca justicia bajo sus propios términos (Kill Bill, Inglourious Basterds), hasta el intento directo de Django Unchained.
Pero todas esas cintas y las que no se mencionan, introdujeron sin excepción fetiches de su autor, fuera música pop, artes marciales y cine de serie B. Y aunque The Hateful Eight tiene esta referencia a The Thing, es un filme que se cuece aparte.
John Ruth (Kurt Russell), es un cazador de recompensas que viaja hacia un pueblo llamado Red Rock para entregar a Daisy Domergue (electrizante y memorable Jennifer Jason Leigh), una fugitiva cuya cabeza tiene un precio alto.
Conducidos a paso lento en su carroza, se topan con dos personajes que piden “aventón”: Marquis Warren (Samuel L. Jackson) que resultar ser un viejo conocido de Ruth, y a Chris Mannix (Walton Goggins en plan de revelación y robando pantalla) quien coincidentemente también se dirige a Red Rock, pues ha aceptado el trabajo de Sheriff allí.
La intención de Ruth es pasar la noche en “La Posada de Minnie”, un albergue en las montañas de Wyoming, pero cuando la tormenta de nieve arrecia, los cuatro se ven obligados a quedarse ahí más tiempo. Sin embargo, la posada no está sola.
Ahí, también refugiados de la nieve, se encuentran Joe Gage (Michael Madsen), un misterioso vaquero de pocas palabras; Oswald Mobray (Tim Roth); Smithers (Bruce Dern), un General retirado; y Bob (Demián Bichir), el mexicano que se está haciendo cargo del lugar mientras Minnie vacaciona con su esposo.
Como es de esperarse, en este entorno sospechoso hay gato encerrado, y a partir de aquí da inicio una historia de crimen a la “Clue” que debe revelar las verdaderas intenciones de todos los huéspedes. En esta posada, claro está, no hay un asesinato que resolver ni supuestos culpables, pero Daisy es un botín muy valioso y al parecer todos están ahí por ese dinero.
Se trata pues de un juego de ver quién sale vivo y se lleva la recompensa, o eso es lo que se nos quiere hacer creer.
De forma interesante, la cinta crea primero un vínculo en la carroza.
Ruth y Warren son viejos conocidos porque ambos tienen antecedentes “Unionistas” en la aún fresca guerra de Secesión. Igualmente el alguacil Mannix sabe de lo que hablan pues lo vivió de forma indirecta. Por otro lado, en la cabaña hay a tres personajes con una clara carga racial: Bob, el mexicano sirviente, el General Smithers, un sureño que peleó del lado Confederado, y Oswald, un extranjero con su particular visión del conflicto. He aquí pues que The Hateful Eight ha desarrollado su propia versión de la guerra civil norteamericana en una cabaña de dimensiones sofocantes donde ni las camas tienen su propia alcoba.
Es sorprendente, pero a pesar de que todo este planteamiento requiere casi 90 minutos, el sello de Tarantino le da músculo a este subtexto.
Tenemos un conflicto que se apoya en dos ejes: El misterio y los antecedentes históricos. Tenemos un norte y un sur virtual en un mismo espacio, aunque en realidad cada cual ve por su propio objetivo. Y tenemos la necesidad de descripciones, de mucho diálogo. Y pocos cineastas con la retórica de Tarantino para hacer de ello algo fluido.
Pero, no olvidemos, esto es cine, y si la puesta en escena corre el peligro de perderse en lo teatral, el lenguaje sale al quite pues la cinta fue filmada en formato de 70 milímetros y con ello adquiere la personalidad de las grandes épicas. Cintas como Ben Hur (William Wyler, 1959) o Lawrence of Arabia (David Lean, 1962), entre otras, usaron la Panavision 70 porque la calidad de imagen ayudaba a exaltar el sentido de épica.
Contradictoriamente, en The Hateful Eight parece innecesario, pues son más los interiores que los exteriores (aunque los pocos que tiene, como su obertura, son excepcionales), entonces, aquí la función primordial de esta cámara fue expandir lo más posible un set delicadamente construido alrededor no sólo de los personajes, sino de la historia.
El drama sucede con los encuadres y con las piezas de información, los detalles. Y si filmar a dos personas platicando es lo menos cinematográfico que puede haber, Tarantino, consciente de sus 8 personajes a desarrollar, enfoca las reacciones, las miradas, los paneos en silencio buscando un cómplice, una respuesta o una clave, y a todos ellos les va pasando una papa caliente que divide en cuatro capítulos y un epílogo.
El resultado es familiar porque así es el Western por antonomasia.
No se habrá salvado de volverse a enamorar de su propio trabajo, si así fuera, la cinta probablemente duraría dos horas y media o menos. De hecho, se sigue extrañando bastante la presencia de Sally Menke, su editora de cabecera que falleciera en el 2010. A pesar de ello, The Hateful Eight es un filme que obedece a una sobriedad narrativa con la que no había experimentado. Al menos en su primera mitad.
Que la cartelera tenga un Western musicalizado por Ennio Morricone y fotografiado en 70 mm (aunque en México nos toca la versión digital), es un hecho insólito en estos días. De agradecerse incluso.
Tarantino una vez más hizo lo que quiso, pero en esta ocasión no se percibe como la obra de un artista egocéntrico, sino como la obra de un enamorado del cine. Y ya apurados, como un acto subversivo.