Por: Sergio Bustamante.
A lo largo de sus tres horas y media de duración, The Irishman, de cuando en cuando, hace una pequeña pausa congelando la pantalla para presentarnos a un determinado personaje secundario, nos dice cuál es su nombre junto con su fecha y causas de muerte.
Todos ellos tienen en común pertenecer a la mafia o algún tipo de relación con ella así como muertes violentas, sea un carro bomba, apuñalado decenas de veces, un disparo a la cabeza, etc.
El recurso puede ser algo desconcertante si tomamos en cuenta que estamos ante una obra de Martin Scorsese, quien tiene un gusto y tacto inigualable para narrarnos precisamente cómo la mafia se deshace de sus cabos sueltos. Vale recordar la secuencia de Goodfellas (1990) en la que a ritmo de Layla (Eric Clapton) se van develando uno a uno los crueles desenlaces de todos aquellos que estaban relacionados con el robo a Lufthansa.
Se pregunta uno entonces por qué ahora las varias muertes secundarias son precisamente eso, complementos anecdóticos, y no necesitan una recreación visual. Este desfile de mafiosos (y no) apenas abordados de refilón recuerda a los santos que adornan los pasillos de las iglesias. Están ahí para que sepamos su relevancia en la historia de la religión, pero no son esa Trinidad ubicada al frente a la que siempre se le rinde pleitesía.
¿Es The Irishman la Catedral final en la obra de Scorsese? ¿Por eso Joe Pesci aceptó participar tras mucho rogarle? No es, en definitiva, su último largometraje. Pero sí uno que anuncia el fin de una era. Su Biblia criminal cierra aquí y nos exige ver su cine, éste cine de gángsters, a un ritmo diferente al de Goodfellas y Casino (1995), sus hermanas directas. Ese pasillo de personajes periféricos no necesita más atención pues su trinidad, la conformada por Robert De Niro, Joe Pesci y Al Pacino, es el todo de ésta historia.
Una historia que, como debe ser, encuentra paralelismos con la de esa Norteamérica de la que Scorsese es un ávido narrador. El Estados Unidos donde la acumulación de riqueza y poder camina invariablemente de la mano del crimen organizado.
El viaje de memoria que hace Frank Sheeran (Robert De Niro), protagonista, desde el anonimato que brinda el asilo, se entrelaza con momentos clave de la política de EU, como la fallida invasión a la bahía de cochinos en la crisis con Cuba, el Watergate o la muerte de JFK, por nombrar algunos. Sin embargo, The Irishman no es un recuento detallado de estos eventos, sino que usa la mirada testigo de Sheeran (también narrador) para ubicarnos en el contexto de su propia biografía a través de décadas.
Si la cinta es esa catedral mencionada antes, el recuento de Sheeran es una confesión que se guarda sus peores pecados y durante la primera hora dibuja el carácter de un buen hombre. Somos el sacerdote invisible que escuchará cómo quebrantó su alma a lo grande. A diferencia del lobo feroz que Scorsese frenéticamente estableció en The Wolf of Wall Street (2013) con un ametrallamiento de excesos que pronto revelaban de qué iba aquel corredor de bolsa, la exploración del alma de Sheeran es de cocción lenta.
Presenciaremos su ascenso y cómo se convirtió en alguien poderoso, sí, pero sobre todo cómo influyeron en él aquellas personalidades que lo rodean y rodearon.
Personalidades como Russell Bufalino (Joe Pesci), el letal y silencioso gangster que lo toma bajo su protección y lo convierte de simple chofer a sicario mayor de la mafia. Y como el célebre Jimmy Hoffa (Al Pacino), quien a su vez conecta a Sheeran con todo el poder e intrigas que se entretejían en los sindicatos en aquella época de los sesenta-setenta.
“I heard you paint houses”, le dice por teléfono Hoffa a Sheeran en clave de lenguaje gangsteril para preguntarle si está dispuesto a hacer un par de trabajos sucios. La confirmación es el plot point que da rumbo a la carrera de Sheeran así como el inicio de una sólida amistad con el líder sindical y la cual Scorsese emplea como punto de inflexión.
Y es que las tres horas y media de duración no son para romantizar a mafiosos fascinantes, desentrañar misteriosas desapariciones sindicales, ni para hacer glamoroso su mundo, sino para casi transcribir la serie de revelaciones que Sheeran le hizo a Charles Brandt y que sirvieron para dar forma a la novela (I Heard you Paint Houses) y de la cual Steven Zaillian hizo una adaptación simplemente perfecta.
Audazmente, Scorsese no está interesado en legitimar dicho material, lo emplea como verdad y con ello tiene el instrumento ideal para recetarnos un epílogo (si pensamos en su obra como trilogía o saga del crimen organizado) que resulta dolorosamente desmitificador.
Aún un Henry perdedor rompiendo la cuarta pared al final de Goodfellas resultaba cautivador porque no había aprendido la lección, así como también se le aplaudía a Belfort su negativa a renunciar. Aquí las acciones de Sheeran no tienen esas cualidades; son ordinarias, desprovistas del vigor del antihéroe, brutalmente humanas y hasta torpes, son el aprendizaje/error de una vida para alcanzar una conciencia moral cuando ya es demasiado tarde.
La grandísima Thelma Schoonmaker, una vez más, entrelaza este zurcido con una edición que va y viene entre años, eventos, crímenes y charlas sin que haya un solo minuto que se perciba como gratuito. No puede Scorsese tener una mejor cómplice para una puesta en escena cuya escala crepuscular se asemeja a la de los westerns, aunque ahora destaque la serenidad de sus forajidos.
En este sentido también hace mucho la cámara de Rodrigo Prieto, quien ya está graduado en la escuela Scorseniana y se mueve con personalidad pero discreto entre las claves del relato. Hay momentos de lucimiento, claro, (imposible no compadecerse de aquellos que no pudieron ver esto en cines), pero prioriza los tonos a la esencia del tiempo. Como ver antiguas fotografías y descubrir que ese recuerdo no es tan luminoso como creíamos, y ese submundo que éste director tantas y de tan variadas formas ha representando, ahora no brilla y en cambio tiene varias escalas de grises.
Así se percibe porque The Irishman es la retrospectiva moral de un hombre que puso sus lealtades en el lugar equivocado, aunque siempre lo hizo de corazón. ¿Cómo debe sentirse ser temido por tu propia hija cuando al mismo Sheeran le pesaba el odio que ella profesaba hacia su amigo Bufalino?
La respuesta que propone Martin es el testamento absoluto de ese vena temática que probablemente nunca vuelva a abordar. Puede discernirse, si se quiere, que The Irishman es la suma de la obra e influencias de Scorsese (son claras las referencias a The Godfather, por ejemplo), más no un greatest hits. Dicho de otro modo, esos filmes agregan sustancia a un nuevo relato cuyo formato casi inédito se percibe como una insuperable despedida.
Y qué mejor que hacerlo con amigos como Harvey Keitel, De Niro, Pacino (por fin en el lugar donde debió estar desde hace años) y Pesci dando cada quien una de las notas más altas de su carrera y, de alguna forma, endorsando talentos como Ray Romano, Bobby Cannavale y Jesse Plemons.
Aquel ya histórico plano secuencia de Goodfellas en el que Henry entraba por la puerta trasera al Copacabana y la cámara lo seguía mientras repartía afectos hasta llegar a la mejor mesa frente al escenario, se trató de un feliz accidente dado que el bar no permitió que Scorsese y Michael Ballhaus (su DP de cabecera) filmaran la entrada principal del bar.
Ahora Scorsese regresa el tiempo y ya no requiere una compleja toma continua, basta con mostrarse, en sus términos y en control total, por la puerta grande. Por la que deben entrar y salir los grandes.
Y es precisamente otra puerta entrecerrada y otro tiro continuo con los que hoy se luce regalándonos uno de los mejores finales en la historia del cine.
Este filme ya puede ser enlistado ahí, en el olimpo de todos los tiempos. Bravo, Maestro.