THE WITCHES

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Por: Sergio Bustamante

La primera conclusión que deja el fallido remake, o más bien actualización de Las Brujas de Roald Dahl, es que el problema del Hollywood más comercial no es la crisis creativa que los ha llevado a producir cada vez más remakes, reboots, secuelas, etc., sino la forma cómo los hacen. Esto es bajo un proceso tan automatizado (y desangelado) que apenas si se ocupa del desarrollo y en su lugar apuesta por lo visual y lo inmediato para conectar con una generación digital que se acostumbró (o mal acostumbró) al cine desechable. Una cuestión que bien explicó Martin Scorsese en su editorial “I said Marvel Aren’t Cinema. Let me Explain” publicada en el NY Times exactamente hace un año.

The Witches, para su fortuna, no es ese cine de superhéroes, pero cojea casi del mismo pie en sus deficiencias.

Nueva adaptación del cuento homónimo de Dahl, la cinta se apega un poco más que su antecesora a ciertas descripciones del libro, incluido el final, sin embargo, lo que en el filme de Nicolas Roeg de 1990 se sentía como una inquietante atmósfera similar a la de estar atrapado en una pesadilla (aunque Dahl la odió a excepción del casting de Anjelica Huston), aquí se percibe como un inofensivo cuento de Disney.

Producida por Alfonso Cuaron y Guillermo del Toro, y dirigida por el gran Robert Zemeckis, The Witches apuntaba a ser uno de los estrenos más esperados para la llamada “spooky season”, es decir, Halloween. Pero como casi todos los planes, debió ser pospuesta debido a la pandemia y ahí es cuando HBO MAX, la nueva plataforma de streaming de HBO, entró al tablero adquiriéndola para ser una de sus cartas de presentación.

La historia es contada nuevamente desde la óptica del chico huérfano (sin nombre, como en el libro) que junto a su abuela (Octavia Spencer) deberán enfrentar un aquelarre de brujas cuyo plan es eliminar a todos los niños del mundo.

Trazando una separación similar a la que hizo Matt Reeves con su remake de Let Me In (2010), donde intercambiaba exitosamente los paisajes fríos de Suecia por el Estados Unidos árido, The Witches nos ubica en el sur de Alabama en 1967 con su predominante comunidad negra, aunque fuera de ese elemento, le cuesta erigir una identidad clara.

Porque si bien el guión de Zemeckis (en colaboración con Del Toro y Kenya Barris) opta por tomarse el tiempo para contarnos de forma detallada los antecedentes de la niñez de la abuela, más allá de dar información la verdad es que esos primeros minutos no se sienten como el set up de su tono, a diferencia de lo que sí hacía Roeg con la escalofriante anécdota de Erica, la niña secuestrada que después aparecía en un cuadro para vivir ahí toda su vida. Con esa introducción, sus brujas adquirían el toque macabro disfrazado de cuento infantil y ese acento a lo largo de la película era suficiente para darle personalidad.

Tras el intento deslactosado de Zemeckis por hacer algo similar en su primer acto, la abuela y su nieto viajan a un hotel de lujo para vacacionar pero ahí se encontrarán con el aquelarre que termina convirtiendo al niño a ratón junto con su amigo Bruno Jenkins, lo cual da pie a la historia.

¿Es justo apreciar esta cinta con base en su antecesora? No, pero imposible no hacerlo dado que así como trata de ser original también se apoya mucho en referencias directas, siendo el papel de la gran bruja una de las mayores.

Anne Hathaway como La Bruja Mayor lo hace tan espléndidamente bien que no deja de ser cuestionable si de verdad necesitaba tanto CGI para reforzar su personaje. Y peor aun, así como ella en su versión bruja, los niños ya convertidos a ratones están computarizados a tal escala que la película gradualmente empieza a percibirse como algo hecho para televisión en lugar de una fábula cinematográfica con tintes de horror.

Fuera de ello, también es innegable que entretiene. El argumento tiene los suficientes ganchos para atrapar al espectador y cuando Hathaway está a cuadro se vuelve aún mejor. Sin embargo, la dirección de Zemeckis pareciera estar en modo automático, sin vigor. Y buena parte de eso se debe precisamente a que el filme vive por y para sus efectos, así que el margen de maniobra de Zemeckis nos da al director limitado de The Polar Express (2004) y no al autor de Back to the Future que podría haber firmado una gran aventura. Y aunque busca legitimarse siendo un poco más fiel al libro (ese gran error de creer que fidelidad literaria es sinónimo de mejor calidad), el resultado es uno que desea complacer sin intentar, siquiera un poco, esquivar la convención del happy ending o perturbar al espectador como sí lo hacía Roeg.

Hace poco David Fincher se quejaba amargamente en una entrevista sobre cómo a Hollywood ya solo le importa todo aquello que esté barnizado como comida de “cajita feliz” y que no tenga algún otro componente más que eso: la complacencia fácil. Viendo películas como esta ni cómo negarlo.

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