Por: Sergio Bustamante
Es tal el éxito de taquilla que ha tenido Top Gun: Maverick en sus primeros días de exhibición que es imposible no preguntarse si el factor pandemia terminó acaso beneficiándola. Es decir, el encierro sumado a la oferta de calidad a cuenta gotas en las salas de cine fue la fórmula ideal para que, llegado por fin un Blockbuster con todas las de rigor como lo es Maverick, el público se avocara ahora sí a llenar las salas deseosos de experimentar un espectáculo atronador.
Sin embargo, cintas apenas regulares como la nueva entrega de Dr. Strange (Sam Raimi, 2022) igual están arrasando, lo cual nos lleva a una respuesta más simple.
El éxito de Top Gun se explica porque, en primera, está excelentemente filmada; en segunda, porque sabe usar el transcurso del tiempo a favor de su argumento; y tercero, porque ese discurso armamentista/imperialista que su antecesora de 1986 no tenía miedo en mostrar y que aquí pareciera también estar presente, en realidad posee una analogía más profunda relacionada con su estrella, Tom Cruise, así como con el estado actual del cine como fuente de trabajo y entretenimiento de masas. El cine de acción y aventuras, específicamente.
La historia, muy similar en estructura a la cinta de Tony Scott, nos presenta al Capitán Pete Mitchell “Maverick” (Tom Cruise) 36 años después ahora como un piloto especialista de pruebas. En este caso se trata de un avión supersónico de última tecnología cuyo programa está a punto de ser cancelado debido a que no ha alcanzado la barrera del mach 10, una velocidad que es humanamente casi imposible
Al enterarse Maverick de la mala noticia, realiza un último vuelo desafiando las órdenes de sus superiores con tal de demostrar que es posible, y lo logra pero a costa de empujar la nave más allá del límite y por ende desintegrándola.
El resultado de su desobediencia es una gran reprimenda por parte del Almirante Real Cain (Ed Harris), quién le enumera a Maverick todas las reglas que rompió y, sobre todo, le echa en cara ser un aviador que se estancó voluntariamente con respecto a su generación a pesar de ser también el más condecorado de todos.
A punto de ser separado de las fuerzas armadas por desacato, Maverick recibe la intervención divina del Almirante Tom ‘Iceman’ Kazansky (Val Kilmer), a quien recordamos en la primera cinta y que ahora es el jefe de mayor rango en los programas de la Fuerza Aérea. Esta nueva oportunidad es como instructor de la Academia Top Gun con el objetivo de adiestrar a un grupo elite de pilotos para una misión secreta.
Acertadamente y a diferencia de la cinta de Scott que se sacaba de la manga esa misión final en el tercer acto como un colofón muy forzado, Top Gun Maverick elabora su historia alrededor de esta misión. Sabemos de antemano hacia dónde se dirige así que deposita buena parte de su carga emocional en estos entrenamientos antes de entregarse por completo a la batalla aérea.
Dicha trama es muy efectiva porque por un lado nos deleita con cantidad de espectaculares ejercicios aéreos que Joseph Kosinski, director, filmó con la menor cantidad de CGI posible, y por otro lado porque juega bien la carta emotivo/nostálgica con el personaje de Bradley ‘Rooster’ Bradshaw (Miles Teller), quien es hijo de Goose, el ex compañero de Maverick que fallece en la primera cinta. Desde los primeros segundos de la película se nos informa que la muerte de Goose es una sombra Maverick aún lleva consigo aunque esté consciente que aquel accidente no fue culpa de nadie.
Este melodrama es enriquecido en el entrenamiento y las pruebas de resistencia a las que enfrenta a este grupo de jóvenes pilotos cuyo único defecto contradictoriamente es la seguridad y osadía de creer que son los mejores. Filmados con cámaras montadas en jets reales y con los actores efectuando dichos vuelos como copilotos, la cinta se eleva a un grado de realismo casi nunca antes visto en historias de esta naturaleza.
El resultado es excelente por el asombro de los vuelos y sus reacciones a la velocidad y fuerzas G. Claudio Miranda, cinefotógrafo, no se engolosinó con dichos recursos y sabe extrapolar los paisajes y la mortalidad a la que se enfrentan aunque sus naves y armas les hagan creer que son invencibles.
Esta curva de aprendizaje, muy similar a la cinta de Scott, es superior en todos los sentidos no únicamente por la forma como está filmada, sino porque entre tantas secuencias de acción la historia sabe pausar para conectar el melodrama pasado con el presente. Y en ese sentido el reto real de la cinta no es sólo la misión de bombardear alguna planta que está enriqueciendo uranio en suelo enemigo, sino hacer creíble el transcurso del tiempo como medida implacable.
Tenemos que de este pequeño grupo de pilotos Maverick deberá seleccionar los mejores para que cumplan un vuelo que denominan literal como un milagro, pues debe ser completado en dos minutos casi a ras de suelo, maniobrando entre la amenaza de enormes pendientes, cohetes anti-aéreos y una patrulla de aviones enemigos con tecnología superior.
En el contexto no ficticio tenemos una secuela que pareciera fuera de tiempo. ¿Por qué hacer una segunda parte de algo que en esos ochenta de Reagan funcionaba bien aunque fuera propaganda militar? ¿Por qué también aferrarse a lo análogo cuando ya todo se resuelve fácil con software y una pantalla verde? ¿Y por qué mostrar la vulnerabilidad de Tom Cruise, Val Kilmer y la belleza madura de Jennifer Conelly frente a jóvenes de cuerpos esculturales?
Kominski usa todas estas cuestiones a su favor construyendo una secuela que se siente orgánica. Ver el efecto que los años han tenido en ellos o mostrar a Cruise y su estatura real muy por debajo del portento físico de Teller y Glenn Powell (el heredero de la arrogancia de Iceman en la primera cinta) son decisiones muy acertadas que le dan a la historia un aire de madurez y la hacen creíble.
El beneficio de haber pulido este guión y no depender solo del factor nostalgia o sus secuencias de acción es doble, pues aparte de ingresar taquilla, ha abonado mística a la leyenda de Tom Cruise, quien como productor, amo y señor de las decisiones ejecutivas, primero tomó el control de lo que según su visión debía ser una secuela superior. Y segundo porque llevó a Paramount al límite de la quiebra con tal ser pacientes al momento idóneo para el estreno en cines.
“No, nunca. Eso no sucederá jamás», declaró Cruise en el reciente festival de Cannes al ser cuestionado sobre si consideró estrenar Top Gun en la plataforma de streaming. “I make movies for the big screen”, remató. Y su empecinamiento está pagando con creces. No sólo porque, efectivamente, Top Gun: Maverick debe disfrutarse en la pantalla más grande posible, sino porque esa apuesta ha erigido a la cinta como la no tan inesperada salvadora de la figura del Blockbuster en este 2022, cosa que Nolan y Warner intentaron con el polémico estreno de Tenet (2020) cuando aún atravesábamos una fase crítica de la pandemia.
“El fin es inevitable, tu especie está en extinción”, le dice Cain a Maverick en la reprimenda por estrellar el avión supersónico al inicio, y este responde algo así como: “Tal vez pero no hoy”. Esta analogía entre Cruise y Maverick resulta una delicia porque la película bien puede interpretarse como un bastión de resistencia ante el mencionado streaming, pero también como una prueba de que el cine de acción análogo a gran escala es tanto o más espectacular que el artificio dominante actual de Marvel o Michael Bay.
La mencionada extinción quizás sí sea inevitable, pero que locos como George Miller o Cruise y McQuarrie (en la saga MI) le abonen vida es un contrapeso más necesario que nunca.
Cierto que difuminar así las líneas entre la estrella y el personaje puede dar cabida a lecturas de tiranía, y más en una celebridad tan controversial como Cruise, pero también lo es que lo suyo lejos está de ser una cuestión de egocentrismo, sino de revitalizar la industria que él conoce (y lo hizo) en tiempos donde pareciera perder la batalla frente a la economía de la inmediatez. Y sobre todo de recordarnos la gran experiencia de ir a una sala de cine a asombrarse.