Por: Sergio Bustamante.
Un minuto, más o menos, le es suficiente a Alonso Ruizpalacios para ponernos en la piel de su protagonista.
Una película de Policías, su tercer largometraje, comienza con un plano subjetivo dentro de una patrulla. Nos dirigimos, por la madrugada, hacia algún punto al norte de la ciudad de México. Escuchamos por radio (estupenda mezcla de sonido de Javier Umpierrez) una serie de códigos policiales y demás argot que resulta desconocido para la mayoría. Podemos inferir, naturalmente, que se trata de atender alguna emergencia aunque desconocemos la situación.
La patrulla, conducida por la oficial Teresa Hernández, por fin se detiene en una calle a medio iluminar y vemos la silueta de dos hombres a lo lejos. Teresa les pide por altavoz una y otra vez que se suban a la banqueta, pero obtiene nula respuesta. Lo que es más, uno de ellos en lugar de subirse se acerca sospechosamente hacia el auto.
Quizás por la violencia que impera en este país, o quizás porque el cine acostumbra ese lenguaje para transmitir la sensación de peligro, es que nos sentimos amenazados ante ese set up introductorio que tan bien ha montado hasta aquí Ruizpalacios.
Con esto basta para que durante estos primeros segundos nuestra empatía esté del lado de la ley, condición que es casi imposible aquí y en muchas partes del mundo.
Lo que sigue reafirmará este sentimiento al enterarnos que ha acudido para atender a una mujer en labor de parto que lleva horas esperando por una ambulancia. La oficial pide por radio nuevamente un servicio médico y hasta llama personalmente a algún operador para que “le haga el paro” en buena onda. La señora ya está bien grave, le dice. Y nuevamente obtiene nula cooperación como respuesta.
Ante una situación ya de vida o muerte, Teresa saca unos guantes quirúrgicos de su patrulla y decida ella misma hacer las de partera con nada de entrenamiento más que su puro instinto de mujer y mucho valor.
Para su fortuna y la de la paciente así como el bebé en camino, todo sale bien y logra improvisar las condiciones adecuadas incluso para cortar el cordón umbilical. Teresa es vitoreada por la familia y demás vecinos curiosos, quienes de paso propinan senda rechifla a los paramédicos que llegan horas después cuando ya ha amanecido.
Una Película de Policías, sin embargo, no va sobre enaltecer a un servicio de emergencia sobre otro ni tampoco sobre mostrar la deficiente acción de respuesta que hay en México, de eso ya cualquier ciudadano está consciente.
No, sucede que ésta película de Ruizpalacios en realidad es un documental y una de sus protagonistas es la oficial Teresa Hernández, la mujer que hemos estado viendo a cuadro interpretada aquí por la actriz Mónica del Carmen.
¿Cómo es entonces que le llamamos documental a esto si los testimonios y acciones han sido montados e interpretados como ficción? La respuesta a este experimento la iremos conociendo a la par de ella y de José de Jesús Rodríguez alias Montoya (Raúl Briones), su pareja y también oficial de policía.
Teresa y Montoya viven y trabajan juntos. Se alistaron a la policía por influencias familiares y ello conllevó un drama en el ceno familiar, especialmente en el caso de Teresa. La cinta nos narra esos orígenes y el crecimiento profesional de ambos con sus altas y bajas hasta reconocerse como pareja e impulsarse uno al otro.
Sin embargo, no es ésta una historia sobre ellos, aunque así lo parezca, sino sobre lo que significa ser policía hasta el fondo de la base estructural.
Si al inicio veíamos que a Teresa no le ayudaban con su ambulancia, es en parte porque no se ha alineado a la corrupción sistemática donde hasta una simple bala cuesta dinero extra. Dicha cadena sube hasta los altos mandos y nosotros, los ciudadanos. Teresa, Montoya y algún puñado de policías que buscan desempeñarse honestamente viven condiciones o asignaciones de horario precarias porque rehúyen, en la medida de lo posible, a dicho sistema. Por supuesto que no pueden esquivar el soborno porque está arraigado, pero no es su primera opción ni abusan de su poder aunque algún borracho se orine frente a ellos.
A través de las vivencias de este par de oficiales, Ruizpalacios nos invita a asomarnos y conocer la diversidad de quienes están detrás de una placa. La clásica frase de “no todos los policías son malos” entregada desde la perspectiva más real posible. Pero antes que esta humanización de la figura policial se sienta como un panfleto proselitista, la cinta da un golpe de timón hacia otra perspectiva inédita: la del actor.
Si hasta aquí Ruizpalacios había navegado entre el documental y el mockumentary, el súbito rompimiento de la cuarta pared que se puede decir ya es su trademark, nos muestra el corte de una escena y a los actores salirse de personaje para comenzar así una segunda mitad de casi cinéma verité donde el protagonismo recae en el entrenamiento que ambos vivieron para adentrarse en el papel de policías.
Mónica del Carmen y Raúl Briones acuden a diferentes academias para conocer a fondo lo que van a interpretar, sin embargo, el testimonio visual que se les pide grabar con sus celulares pasa de ser un simple registro para convertirse en la contraparte de la historia. Tanto Briones como Mónica desconocen por completo el papel pero coinciden en cierta desconfianza (sobre todo él) hacia la institución policial. El entrenamiento a lo largo de seis meses da resultados que ni el mismo Ruizpalacios se esperaba.
No en un sentido únicamente de arrojar luz sobre las pésimas condiciones en las que cientos de jóvenes se entrenan para absorber en tiempo récord conocimientos así como desarrollar un criterio que requeriría un entrenamiento más largo y mejor, sino que también pide al espectador deshacerse de todos sus prejuicios.
Si el romance de Teresa y Montoya, la llamada patrulla del amor, quizás ya lo hemos visto en otros lados, la narración contrapuesta de Briones y Mónica resulta fresca porque los enfrenta (y a nosotros) con algo desconocido como es vivir las rutinas policiales desde adentro.
Al extrapolar estas dos perspectivas, el filme borra las fronteras entre el documental y la ficción, desconcierta y contradictoriamente con ello enriquece mucho a sus protagonistas.
Cierto que hay pincelazos sobre el trabajo de actor, pero esos apuntes, los de Raúl y Mónica, en realidad sirven para redimensionar a Teresa y Montoya. Y más importante aún: nos completan el cuadro como audiencia.
La propuesta va más allá de la empatía convencional al hacernos partícipes de esta conversación. No nos pide (ni desea) que transformemos de inmediato nuestra opinión, y quizás tampoco vaya a provocar (aunque debería ser un llamado urgente) que las condiciones mejoren de un día para otro, pero vaya si funciona como un primer paso para reconocer a los individuos antes que a las instituciones.
Si el cine mismo, las noticias y demás han reforzado el estereotipo (creado por la realidad, claro está) de desconfianza hacia los policías, ¿por qué no mostrar también la contraparte? ¿cómo es su vida fuera de la institución? ¿qué o quiénes los han orillado a la corrupción? ¿cuánto de ello recae en nosotros, los civiles? ¿cómo nos ven?
El debate no es nuevo pero vaya que Ruizpalacios lo replantea y hace memorable con pura y efectiva imaginación.