Luis Villegas Montes
Conste que el título de estos párrafos no es una falla de ortografía ni la pretensión de hablar sobre fábulas o leyendas milenarias, no; me refiero a mi tos. Ya se fue.
Me imagino, por más peregrina que nos pueda parecer esta suposición, que mi alter ego se asustó. Fueron tantos y tan variados los remedios y mejunjes caseros sugeridos, todos con el contundente adjetivo de “infalible”, que no apliqué ninguno. Iban desde los más ordinarios hasta los más estrambóticos, Lola, por ejemplo, insistió en que me untara, bebiera o fumara (la verdad no me acuerdo muy bien), una bolsita de orégano; Vicky Chavira, en el merecido y cálido homenaje a María Luisa Ugalde por su larga e impecable trayectoria política, me sugirió beber el jugo de una cebolla “serenada” y así; no hubo persona, conocida o por conocer, que no “se echara su trompo al’uña»: Miel, limón, cebolla y ajo, fueron los remedios más socorridos; sin faltar, pócimas a base de pimienta negra, jengibre, tomillo, regaliz y hasta un “té de Cola de Caballo” (ya me veo detrás de un jamelgo papenándole el rabo con unas tijeras en la mano); como sea, excepto por unas pastillas (sugar free), que me llegaron de la mano piadosa de la mamá de una amiga, no hice caso; soy de ideas muy firmes (mi mamá dice que soy un burro). A lo más que llegué fue a quitarle un hielo, de los cinco que religiosamente le pongo, al jaibol en turno.
Donde sí mi otro yo se espantó, sospecho y en consecuencia mandó la tos a paseo, fue con el remedio que me sugirió Luis Abraham ayer, cuando fuimos a jugar billar: “Mira, –me dijo- calientas en el micro una taza de leche; luego le pones dos bombones, de los grandes, ¿eh?; no de los chiquitos; dos bombones y los empiezas a deshacer con la cuchara; si los revuelves no se deshacen; los tienes que ‘apachurrar’ (la elegancia del buen decir no es lo suyo) en las orillas; luego vuelves a meter la taza y le sigues, hasta que se disuelvan. Quedan como capuchino pero sin café. Con eso te curas”. “¿Claaaaro!” Pensé: “Con eso te curas. Te lo tomas, te ahogas, te mueres y se te quita la tos”. Con tan funestos pensamientos me acosté ayer y amanecí sin tos; Mitós… se fue.
Pero como lo prometido es deuda, dedicaré los siguientes párrafos -y los próximos dos artículos- a glosar así sea de botepronto, algún apartado de la conferencia a cargo del Maestro Humberto Enrique Ruiz Torres en el encuentro nacional al que me referí en escrito aparte, relativa a las perspectivas del Juicio de Amparo.
Antes de proseguir debo ser muy claro y enfático al señalar lo siguiente: Si en algo me he distinguido en el ejercicio de mi profesión, ha sido en renunciar a ser complaciente con los demás “nomás porque sí”; por lo general, no suelo aceptar las cosas a priori o sin someterlas a un análisis crítico; eso me ha llevado en multitud de ocasiones a sostener posturas contracorriente; pues bien, desde que entrara en vigor la más reciente reforma en materia de derechos humanos en nuestro país (hace casi 3 años), particularmente la modificación del artículo 1º de la Carta Magna, no he dejado de creer que la misma constituye un craso error; primero, por la relevancia que el derecho internacional cobra a partir de entonces y que indefectiblemente nos lleva a la “gabachización” de nuestro sistema de impartición de justicia; y segundo, por la incertidumbre que genera ese novedoso marco normativo sobre la base pantanosa del llamado “control difuso de la Constitución”.
Eso creía yo antes de escuchar al doctor Humberto Enrique Ruiz Torres y luego de oírlo lo confirmé. En el furor de las secuelas de dicha reforma donde una multitud de panegiristas, interesada o desinteresadamente, se han agolpado para glorificar la reforma, los asuntos de fondo, como los mencionados, pareciera que han pasado de noche. La reforma va a propiciar una administración de justicia lenta, farragosa y, lo peor de todo, incierta; ello, a pesar de las vivas y loas a cargo de los especialistas en derecho y de los legos, empeñados en seguir transitando por la senda de siempre: Negar los estropicios de una realidad en marcha que se resiste a los discursos y alabanzas. Oír a don Humberto fue como un baldazo de agua helada pero al revés: Una bocanada de aire fresco entre un marasmo de tanta adulación a una reforma cuyos benéficos resultados están por verse y que por lo mismo deberíamos tomar con “pincitas”; y no abrazarla jubilosa, atrevida y ciegamente.
Los detalles, en las próximas dos entregas. Por lo pronto, feliz adiós a mitós.
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