Por: Sergio Bustamante.
“Nunca entenderás…”, nos dice directamente una joven de nombre Kaya (Andrea Berntzen) mientras rompe la cuarta pared de Utøya 22. juli. A ese recurso narrativo le sigue uno aún mayor, léase un plano secuencia que hace las de la película de forma casi íntegra (restando su prólogo y testimonios finales), es decir, filmada en una solo toma.
Utoya, (El Atentado del Siglo en su sensacionalista traducción), va sobre los hechos que ocurrieron en Noruega el 22 de julio del 2011, donde un joven extremista de nombre Anders Breivik hizo explotar un coche bomba en una zona gubernamental con el fin de distraer a las fuerzas policiales para lograr su principal objetivo: un sangriento tiroteo dentro de un campamento juvenil organizado por el partido Laborista y cuya sede era la mencionada Isla Utoya del título.
El contexto, ya conocido por todos, importa aquí muy poco o nada pues Erik Poppe, director, desea que con esta propuesta estilística nos adentremos de forma absoluta en un único punto de vista: el de las víctimas. Esa cámara testigo (nosotros) a la que le habla Kaya se mimetiza en un estudiante que registra la convivencia, anécdotas, bromas, regaños, etc., con el resto de los adolescentes que acampan ahí, y que más tarde, una vez que el terrorista fuertemente armado arribe a la isla, nos adentra en un angustioso estado de ánimo que dura básicamente el mismo tiempo que duró aquel atentado.
En este punto es imposible no pensar en 22, July (2018), la aproximación del cineasta Paul Greengrass al mismo atentado. Basándose en el libro “One of Us” de Åsne Seierstad y con el auspicio de Netflix, Greengrass construye lo que pareciera una cinta atípica para él, pues en lugar de centrarse en lo que ocurrió en la isla y trabajar su trademark (ritmo y edición frenéticas), prefiere enfocarse en el juicio a Breivik junto con todos los dilemas morales y legales que conllevó en ambos lados del espectro, es decir víctimas y victimario.
Lo de Poppe, dado su formato, pareciera ser un contrapeso aunque en realidad funciona como complemento y ahí reside su valor. No sólo se trata de un triunfo técnico, sino que también va sobre darle la voz más realista y fiel posible a las víctimas. Sobre contar qué y cómo lo vivieron.
¿Ético? La pregunta pareciera sobrar ante un asesino que hasta la misma extrema derecha rechazó, y cuyas disertaciones xenófobas y anti europeísmo lo llevaron a cometer uno de los crímenes más arteros que se recuerden, sin embargo, es válido cuestionar si la victimización gráfica es el modo adecuado de retratar los hechos.
Poppe responde haciendo a un lado aspectos amarillistas (no se le da ni rostro al asesino) y siguiendo con su cámara a personajes que no pueden asimilar lo que sucede a la vez que tratan de sobrevivir. Los protagonistas, no olvidemos, son adolescentes y la narración hace hincapié en ello con sus acciones. No son adultos ni tienen los recursos físicos y psicológicos para responder al ataque, nunca saben con certeza lo que sucede y los confunde el disfraz policial de Breivik, así que lo que atestiguamos es un huida inocente llena de dudas y miedos de enfrenar por primera vez a la muerte, y donde el eco de los incesantes disparos da la sensación de un tiempo que transcurre muy lento. Ese es el gran músculo de la cinta y lo que transmite con esa toma única sumada al estupendo trabajo de sus actores jóvenes.
Por supuesto que la realidad fue diferente y, como dice Kaya, nunca entenderemos lo que vivieron esos chicos y cómo respondieron, pero la propuesta de Poppe sí que es un buen testimonio para reflexionar sobre ello.