— “A working class hero is something to be”
John Lennon.
“Interacción humana reducida a datos” decía un Mark Renton cuarentón, resignado y ciertamente derrotado en la secuela de la cinta que lo convirtió en icono de la cultura pop. Saquemos ese despotricar de su contexto junkie Escocés y trasladémoslo al norte obrero de Inglaterra. Específicamente Newcastle.
Ken Loach nos presenta al falsamente arquetípico (en el más británico de los sentidos) Daniel Blake (Dave Johns), un hombre sexagenario que sufrió un infarto y por tanto ha recibido la prescripción médica de no regresar al trabajo. Ante esta sentencia para alguien que vive al día con sus cheques mensuales, la única opción es pedir los beneficios por incapacidad que otorga el estado, sin embargo, no es tan simple como se lee, pues debe cumplir una extenuante serie de requisitos burocráticos que contradicen no sólo las órdenes médicas, sino el significado mismp: “beneficios” “estado”. No hay nada de ello en un formulario engañoso, parco y que no da lugar al criterio así como tampoco en la funcionaria que lo aplica, una mujer de métodos robotizados que dice ser “especialista de la salud” aunque no comprenda los términos que pregunta y mucho menos las circunstancias que Daniel le plantea.
Interacción humana reducida a datos.
Loach nos pide dos cosas inmediatas, que conozcamos a su común protagonista y que nos adentremos (esto lo hará lenta y punzantemente) en su problema. Daniel, el hombre que pide asistencia vital a un gobierno que lo ve como un número más. Como un dato. Como la incómoda estadística de un presupuesto que se niega por vías desgastantes a aquellos viejos que en verdad lo necesitan. La cinta se desarrollará a partir de la lucha de Daniel por apelar la negativa, pues contradictoriamente se le pide que busque trabajo para poder acceder a la pensión por incapacidad (así de estúpido como se lee); y de su fortuito encuentro con una madre soltera, quien recién su mudó a Newcastle con sus dos hijos y requiere otro tipo de asistencia sencilla aunque, nuevamente, los funcionarios en el cargo no sean capaces de verla más allá de su condición.
Los caminos de esta lucha contra el sistema que propone el guión de Paul Alberti y que tan orgánicamente construye Loach, sin embargo, están lejos de la victimización, pues lo suyo es una oda a la dignidad. Este filme es una sutil y hasta por momentos humorística continuidad a la vena del realismo social bajo el cual el director se ha convertido en un autor. Su cine, nuevamente, no desea retratar detalladamente (aunque sí sea una de sus consecuencias) al desprotegido, sino a los seres que en esas circunstancias de tragedia, buscan y luchan con un amor propio muy singular.
Si Daniel ha de resistir con vehemencia la serie de negativas y disparates burocráticos a los que se enfrenta diario, el personaje de Katie (Hayley Squires), la madre, demuestra en el lado opuesto la fragilidad ante su situación, y en esa diferencia de carácter es donde Loach entrega uno de sus más poderosos mensajes. Daniel nota las preocupaciones de Katie, sean simples arreglos al nuevo hogar o la falta de dinero, y le ofrece su ayuda desinteresada no por compasión o algún interés romántico, sino por cortesía. Ser cordial y sincero con el desconocido es lo que él ofrece y lo que espera. I, Daniel Blake, es entonces un filme que prepondera la empatía. Y por eso es no sólo trascendente en la actualidad, sino urgente.
El vecino que compra y revende piratería, la joven que maneja perfecto la computadora ante el nulo conocimiento de Daniel, la funcionaria con dejos de humanidad, el niño que en su autismo pareciera ser grosero; todo ello conjunta parte de la diversidad diaria en la cual Loach vierte detalles que hablan sobre la personalidad del protagonista. Valores que parecieran extinguirse.
Ahí la cinta expone al ciudadano de pie que, aunque enfrenta obstáculos locales, nos hace empáticos y se extrapola universalmente en cualquier ciudad del mundo y con cualquier habitante. Porque el señalamiento de Loach, siempre efectivo, va aquí contra un neoliberalismo que toma formas diferentes de acuerdo al territorio, aunque sea igual de voraz en sus raíces y procesos. ¿Quién, aun con el espíritu más fuerte, puede resistir semejante contienda? Esa es quizás la pregunta más álgida que plantea Loach conforme el relato avanza y presenciamos lo que pareciera la lenta derrota de éste hombre. Sin embargo, el filme sortea las trampas de los dramas lacrimógenos y de denuncias facilonas con todo y que sí tiene una postura clara. Lo hace por medio de su título, de hecho: I, Daniel Blake.
Ese Yo mayúsculo pintado en la fachada de las oficinas y que antecede a su nombre es tanto un signo de individualidad y de resistencia como de una invitación a ser empático. Lo saben esos personajes que aplauden en la calle y apoyan su causa. El abogado que está dispuesto a defender su causa. Las chicas que detienen su festejo para aplaudir y vitorear. También los funcionarios que con vergüenza y desdén salen a ver que el Daniel que creían olvidado no está dispuesto a ceder. Y por supuesto el teporocho que le levanta el brazo en son de victoria antes que la policía extinga un festejo que igual ya quedó sembrado en donde importa: en los demás. Para Daniel en la ficción puede que sea un poco tarde, pero no para nosotros, y Loach lo deja muy claro.
YO, Daniel Blake es TÚ, Daniel Blake. NOSOTROS, Daniel Blake.
¿Qué hace falta para ser un frente digno contra el sistema? Para humanizar ¿Qué para darnos cuenta?